La brisa del verano acurrucó tu historia hirsuta, innegable,
ilusa, común; la chica buena de la película tomó tu mano exactamente cuando el
pianista del Munich; gran pub del centro de esa Lima ordenada que tanto te
fastidiaba; no era como la de tu época universitaria, tan caótica y
desenfrenada; interpretó la gran canción francesa “El Paraguas de
Cherburgo”, tema de la película del mismo nombre y del mismo país, tan
irreprimiblemente tristona de finales lacerantes, inquietantes, inusuales; me
besaste apasionadamente y tan sorpresivamente, elucubré; sin embargo años
después, mi amigo Juan disipó mi pensamiento y señaló que simplemente fueron los efectos
del buen alcohol provenientes de esos piscos que nos embriagaba de amor y de
besos impropios lanzados en una mesa casi alejada del artista del piano
impecablemente vestido de un milenario frag que disimulaba su ajetreo con el talento y embrujo
que desplegaba el pianista con sus dedos esqueléticos en ese instrumento de
inagotables años quizás carcomido por el humo de los cigarrillos consumidos por
chicas que destilaban su sensualidad hasta cuando parpadeaban.
Cuando mis labios mordías acaramelada
mente, mi cabeza daba vueltas innumerables como avión Concorde en vuelo
inaugural, cuando lograba vencer la velocidad del sonido, tu vencías mi
coraza irascible y yo me acercaba a tu corazón sigilosamente, eso pensé.
Bebiste el último sorbo de tu pisco sour
bien peruano y me dijiste... amor el paraguas tiene huequitos y por ellos pasa
la luz de tu vida y me encaras que tienes el presentimiento que te da tu
juventud, de que eres un amor de persona pero que el tren del tiempo a partir
está, es próximo en la estación y que sólo tienes un boleto; ante mis ojos
convalecientes de ilusión; descerrajaste la frase primigenia y muy sabia que yo
bien percibía, y ahora alejado del tiempo comprendo totalmente; que nunca
estuve en tu lista de tus pasajeros ilustres.