Dedicado con estima para el Flaco Eber, de buen corazón:
Me faltaban unos cien metros para llegar, había tenido
mareos, cosas del fútbol quizás pensé, cosas de la vida, no importaba ahí
estábamos 8 o 10 amigos sudando detrás de una pelota, una gallada hambrienta de
gol. El corazón se aceleraba, ahora faltaban 30 metros, era un edificio color parecido
a la del cuerpo del zancudo, un pasadizo iluminado, como cuando uno entra al
cielo, y ahí estaba la escalera enchapada de un cerámico color marfil, cada
peldaño que subía era interminable, insostenible, veía reflejado mi rostro delgado
en el piso, brillaban mis lentes oblicuos, como la cola terca de un perro
callejero que cruzó entre las avenidas Larco y Fátima, afiné la vista, sacudí
la cabeza, traté de desalojar todos mis pensamientos y arrojarlos hacia ese brillo
pudoroso del mandil de ese médico impecablemente vestido con un auto nuevecito.
Un número en la pared señalaba Tercer Piso, era ahí, remiré
el papel estrujado de mi bolsillo trasero la dirección, no había duda, me sentí
aturdido, quizás mi metro noventa y cuatro de altura causaba esa sensación de
adormecimiento, ahora si mis piernas pesaban una eternidad, oficina 302, veía
la luz salir de ese ambiente, anhelé ser absorbido por ella, al ingresar, la
sombra de mi anatomía avanzaba infinitamente, alcanzando mi miedo, pude
observar que habían 10 personas sentadas, a penas susurre algunas palabras con
la secretaria que se desentendió de una revista sobre Neoplasia fulminante, estruje
mi rostro, miré fijamente a un hombre, supongo que paciente, de mediana edad,
de polo azul, que movía cadenciosamente su mano derecha, como queriendo
encontrar el ritmo de la vida.
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