Medio
día infernal, manejabas maniobrando tu auto por las avenidas enloquecidamente
repletas de vehículos queriendo evitar el viperino calor que se colaba por tu
carro, no estabas fastidiado, eso parecía, conversabas con tu viejo de los
últimos documentos que habían enviado, estabas seguro, además la iridiscente alegría
que se respiraba era de que amablemente ese día, era sábado, fin de labores,
sería por eso que una sonrisa se dibujaba en tu plástico rostro, diríamos que
estabas feliz.
Giraste
por Vera Enriquez y enrumbaste por 9 de Octubre hacía tu hogar, un microbús de color
amarillo atiborrado de pasajeros pasó raudo a tu costado donde lograron
escuchar una salsita de Niche, moviste la cabeza siguiendo el ritmo, al final
de la avenida se veía magnánimo el estadio Mansiche, coronado por su torre de
iluminación, la fila de autos era interminable, aceleraste un poco, sin embargo
el verde del semáforo cambio a ámbar y luego a rojo.
Detuviste la marcha, increíblemente
te deleitaste del ruido de la ciudad, era tu hogar pensaste, una gota de sudor
se deslizó por tu frente tan lentamente que tuviste el tiempo suficiente para
percatarte en ese mendigo que del semáforo emergía, como un ser fantasmal, con
ropas históricas, una camisa rocanrolera y un jean raído se acercó a un auto
moderno de color negro de lunas polarizadas, del interior únicamente salió una
mano hermosamente cuidada que ondeaba negativamente con la misma elegancia con
la que un bailarín de marinera mueve el pañuelo, el hombre mayor, que bordeaba
la cincuentena, frunció el ceño, recién te diste cuenta de que una de sus
piernas estaba recogida, entumida, rengueando avanzaba hacia ti, te fijaste en su rostro, era un tipo, como de 50 años, atrapado en el cañazo, de pelo ondulado, de
color cobrizo, de voz ronca, y sin un
ojo.
Le
dijiste a tu viejo que te alcanzara un par de monedas, estiraste tu mano
derecha para recibirlas, mientras le decías al tipo promoción, parece que no te
entendió muy bien, nuevamente repetiste promoción casi sacando tu cabeza por la
ventana, señalándole tu ojo derecho cubierto por una estela azul, el tipo lo
miró y sonrió, promoción de ojo le dijiste, te pareció tan natural, como cuando
a tus amigos de colegio los saludas orondo “Hola promoción”, es como pertenecer
a un club selecto.
Tu viejo a tu costado,
de copiloto, sorprendido escuchaba el diálogo, te pareció oír su carismática y cálida
sonrisita, el mendigo se acercó más a la ventana del auto y te dijo, mostrando
su inexistente ojo derecho, fue una perdigonera, su voz nuevamente sonó
aguardientosa. Lo mío fue con balín, sentenciaste, como para diferenciar la
historia, tu voz sonó como la de un niño rico, arrogante, luego sonriendo y
elevando el tono de voz le dijiste; casi cuando el semáforo cambiaba al color
verde y la ola de claxon especialmente de los taxistas empezó a hacer eco te
recordó que debías partir; que la otra semana irremediablemente vendrías a pararte
en su esquina a trabajar con él, y soltó una carcajada que te permitió contar
que le faltaban casi todos sus dientes.