Con ese nombre lo conocí, el Loco Miguel; un tipo moreno, de 25 años creo, muy amable y que le tenía un cariño de hijo a mi viejito, Todos los domingos en la mañana solíamos jugar nuestro partido de fulbito, atrás en una canchita reservada casi para nosotros. En ese tiempo vivía en la casa de mi padre; quien puntualmente nos acompañaba en la cancha; una zona de clase media. Quizás por eso el Loco Miguel se nos unía cada domingo, de repente pensando que el grupo que lo acogía eran pituquitos.
Un domingo extremadamente soleado, todos estábamos a la expectativa, con la adrenalina recorriendo nuestros cuerpos y que nos consumía, anhelando que empiece ya la pichanguita del Domingo. El Loco Miguel, como siempre, se dirigió al arco, sin zapatos, con las plantas de los pies endurecidas por la vida, todos le teníamos un especial cariño, siempre por la alegría que irradiaba y la constancia que tenía de jugar lo mejor posible.
Ya instalado en la portería, haciendo su calentamiento previo, nosotros también por supuesto, cuando rodó de pronto la pelota y se inició el juego; una fuerza grupal incontenible hizo que simultáneamente dirigiéramos nuestras miradas al arco, el Loco Miguel, no sabemos de donde, sacó unos lentes oscuros imitación Ray Ban, y se los puso, con la seriedad de un portero de la liga inglesa; todos nos reíamos casi disimuladamente; pero, sinceramente fue casi imposible y ahí estaba, parado, concentrado, dirigiendo a su defensa, sin un atisbo de incomodidad, con sus lentes oscuros, pituco nuestro amigo, sin que se le cayera al piso su tan preciado tesoro.
Con afecto para un buen amigo...